Mi texto ‘Anarquismo de plataforma’ publicado por Barbarie.lat (16 enero 2023)

La web cultural chilena Barbarie.lat publicó mi texto “Anarquismo de Plataforma”.

Anarquismo de plataforma: contra Bezos, Musk y Zuckerberg

En su libro Esperando a los robots, el sociólogo italiano Antonio A. Casilli descubre el trabajo humano y precario que hay detrás de la inteligencia artificial y muestra la distancia que existe entre el ideal de la «economía colaborativa» y la realidad de los «proletarios del clic». Invitado a La noche de las ideas el sábado 21 de enero, en estas respuestas el autor reflexiona sobre «trabajo fantasma», pandemia y digitalización, el sueño de un internet democrático, la retórica de la automatización, el extractivismo y otros costos ocultos, y sobre qué hacer frente al dominio de los oligopolios digitales.

La inteligencia artificial actual se basa en una economía política capitalista que existe hace varios siglos. La novedad reside en su tamaño e intensidad. La ancestral deslocalización de procesos industriales a países de renta baja se ha modernizado y realizado a una velocidad y escala que habrían sido inimaginables hace uno o dos siglos. Es el capitalismo con esteroides y, a través del trabajo del clic genera «trabajo fantasma».

En los años 80, Ivan Illic introdujo este concepto, y a finales de la década de 2010 la antropóloga Mary Gray lo amplió para describir el trabajo necesario para entrenar algoritmos, para asegurarse de que el asistente vocal de su smartphone entiende lo que usted dice, etcétera. No es el trabajo de ingenieros y desarrolladores de software muy bien pagados, sino el trabajo no reconocido de millones de trabajadores del clic repartidos por todo el mundo.

*

Cuando titulé mi libro Esperando a los robots (En attendant les robots, en francés) no estaba pensando en Constantino Kavafis y «Esperando a los bárbaros», sino en Esperando a Godot, de Samuel Beckett. El protagonista del poema de Kavafis espera a una horda de extranjeros peligrosos. Los bárbaros representan un enemigo amenazador. No es lo que yo pretendía transmitir. Al elegir el título, pensé en algo mesiánico y trascendente, como la promesa de la tecnología. Beckett describe a sus personajes como vagabundos, dos marginales, a la espera de una figura paterna. El nombre Godot implica la anticipación de algo trascendente («God»). La tecnología actual se ha convertido en un juego de espera, una anticipación de algo grandioso que nunca llega a suceder. Toda automatización es incompleta. La inteligencia artificial es siempre menos inteligente de lo esperado. El cumplimiento de cada promesa siempre se pospone. Por ahora, las tecnologías autónomas siguen siendo horizontes lejanos.

Como sociedad, se nos vendió la promesa de la tecnología para calmar nuestra frustración existencial colectiva. Pero también para calmar las quejas y reivindicaciones de quienes sufren injusticias y explotación. Nuestro sueño robótico es el opio moderno de las masas, una manera de pacificarlas para que no luchen por sus derechos. Es necesaria una distribución más equitativa de la riqueza producida por estas tecnologías.

*

Un tipo especial de digitalización, la plataformización, coincidió con la crisis sanitaria. Los grandes oligopolios centralizados impulsan esta visión. Empresas como Amazon, PedidosYa, TikTok, Zoom, etcétera, han ofrecido soluciones comerciales fácilmente reconocibles. Estas marcas se han convertido en sinónimo de digitalización, oscureciendo así otros enfoques. Por ejemplo, la crisis no coincidió con grandes inversiones gubernamentales en infraestructura digital. Tampoco se produjeron grandes esfuerzos de la sociedad civil para crear soluciones digitales populares y no comerciales. Por el contrario, triunfaron las aplicaciones comerciales, anunciadas por las grandes plataformas. Por ello, la adopción de estas tecnologías ha sido profundamente desigual. No todo el mundo se beneficia de estas tendencias tecnológicas.

Un ejemplo perfecto es el teletrabajo. En primer lugar, el trabajo a distancia no se ha generalizado. De hecho, la pandemia ha demostrado que la mayoría de los trabajos no pueden realizarse a distancia. Durante los periodos de confinamiento más graves, solo el 25% de los trabajos podían realizarse desde casa. Estas cifras son las mismas en Sudamérica, Europa y Norteamérica. Como resultado, existe una desigualdad entre quienes pueden trabajar desde casa y aquellos cuyos empleos requieren proximidad física, que se ven más perturbados por los medidas de contención. Los empleos que entran en esta última categoría son los esenciales: trabajadores de hospitales, de la construcción, de la producción alimentaria, etcétera. Cuanto más vitales son, más vulnerables parecen ser.

Hay otros tipos de desigualdades que también pueden agravarse. Para teletrabajar se necesita internet estable y una vivienda cómoda, por lo que las personas de barrios empobrecidos o zonas rurales están en desventaja. En segundo lugar, existe una desigualdad entre sexos: las mujeres siguen realizando más tareas domésticas y de crianza que los hombres. Conciliar el trabajo y la vida familiar es extremadamente difícil para una mujer que trabaja a distancia.

*

Aunque se anuncian como limpias y ecológicas, estas tecnologías se basan en costosas y largas cadenas de suministro. Contribuyen a un sistema económico de desigualdad y explotación no solo de los recursos naturales, sino también de los humanos. Digamos que producen varios tipos de residuos, unos medioambientales y otros sociales. La contaminación informática también puede considerarse un problema: spam, fake news, ciberanzuelos.

Los movimientos sociales que luchan contra estos costos ocultos de nuestras tecnologías surgen en los países que se encuentran en la encrucijada de estas cadenas de suministro de datos, trabajo y recursos naturales. Las huelgas en China, en 2022, en la mayor fábrica de iPhone del mundo, dan un claro ejemplo de un país que acoge a grandes masas de trabajadores que producen equipos y objetos tecnológicos como smartphones y tabletas. Dada la explotación de estos trabajadores, es inevitable que surjan conflictos laborales.

Además, surgen tensiones políticas, sociales y económicas en los países que albergan los «sustratos minerales» de estas tecnologías. Me refiero a los minerales estratégicos situados en el Sur global. Por ejemplo, el triángulo del litio entre Chile, Argentina y Bolivia. O el cobalto, extraído en países africanos como la República Democrática del Congo y Madagascar. Estos minerales son vitales, porque son esenciales para la producción de baterías, dispositivos y equipos.

*

No hay por qué considerar a la Unión Europea la única campeona de la regulación de internet. Varios países asiáticos y africanos han promulgado recientemente leyes antimonopolio y de protección de la intimidad. Sin embargo, la Unión Europea es muy eficaz a la hora de publicitar sus propios esfuerzos para regular el poder excesivo de las multinacionales de internet. La supuesta primacía europea es muy paternalista. Europa no es un faro de integridad. Sus leyes están destinadas en gran medida a proteger a las empresas europeas de los competidores estadounidenses y chinos. Si a las empresas europeas se les exigieran los mismos niveles de responsabilidad y transparencia que a sus homólogas extranjeras, ¿qué gracia tendría?

La pregunta «¿qué hay que hacer ahora?» no puede responderse con una regulación desde arriba, sino reconociendo las luchas en curso. Los conflictos y las formas de solidaridad entre usuarios no solo se dan en Europa, sino también en Sudamérica o Asia. No siempre las reconocemos, ya que no siempre adoptan la forma de un manifiesto o una carta. Mis colegas y yo realizamos recientemente un análisis comparativo de los trabajadores de plataformas en México, Venezuela y Argentina. Fue sorprendente ver cómo el trabajo informal es también un lugar de resistencia y lucha para un gran porcentaje de latinoamericanos. Buenos Aires, por ejemplo, ha ilegalizado Uber, por lo que los conductores se ven obligados a idear estrategias políticas encubiertas. No pueden votar a sus representantes ni pedir directamente mejoras salariales. Sus quejas deben expresarse de manera clandestina e informal: creando cuentas falsas, aceptando solo pagos en efectivo que no puedan ser rastreados por Uber, etcétera.

Estas actividades pueden interpretarse como sabotajes suaves, o incluso como formas embrionarias de conflicto. Sin embargo, son métodos de acción política en toda regla. La razón por la que no podemos reconocerlos es que nuestra sensibilidad política sigue dominada por las ideas de acción industrial del siglo XX: un conflicto organizado con reivindicaciones explícitas y un repertorio claro de argumentos. Quizá deberíamos actualizar nuestro software político, por así decirlo. Tenemos que empezar a identificar la acción política entre los usuarios no organizados de plataformas como un movimiento. Aunque no tengan reivindicaciones claras y no se guíen por una estrategia estable, son movimientos de trabajadores. Su trabajo es atípico, no clásico, barroco, y su acción política refleja estas características.

*

Condenar las ideologías explotadoras de las plataformas digitales no significa apelar a una estéril política del resentimiento. De hecho, la aparición de una vasta subclase global de trabajadores digitales nos ayuda a detectar nuevas experiencias políticas en todo el mundo. Utilizar estas tecnologías para un futuro más justo e igualitario abre nuevas posibilidades. Es fascinante ver cómo toman forma enfoques conceptuales y prácticos originales sobre las tecnologías.

Por ejemplo, en todo el mundo, científicos y activistas se preguntan si el conocimiento de los pueblos aborígenes puede dar forma a nuestra visión de la inteligencia artificial. Otras veces, las luchas de las mujeres han influido en las tendencias tecnológicas recientes. Además se ha pedido a la comunidad informática que aborde las desigualdades sistémicas y estructurales hacia las personas de color. Todos estos movimientos son bastante visibles. También tienden puentes hacia movimientos ajenos al sector tecnológico, que cada vez se relacionan más con él. Antes de internet, ya existían movimientos para la protección de la privacidad, la garantía de la libertad de expresión y la inclusión de las minorías y los grupos marginados; ahora han encontrado nueva vida. Y está el movimiento obrero: pensemos en cómo los repartidores, los trabajadores de la tecnología y los de la logística han protagonizado acciones sindicales en los últimos años. El trabajo basado en aplicaciones representa una frontera apasionante para los sindicatos. No es raro que aparezcan en sectores inesperados: sindicatos de creadores de YouTube, sindicatos de privacidad de usuarios de Facebook, etcétera.

Todos estos ejemplos pueden parecer muy interesantes, aunque también bastante fragmentarios. Pero, en mi opinión, indican una tendencia global hacia una gobernanza tecnológica federada y basada en la comunidad. Me refiero a esta tendencia como «anarquismo de plataforma». Al igual que los movimientos anarquistas históricos, estas nuevas iniciativas abogan por la autogestión y la autonomía. Las plataformas digitales deben ser gobernadas por los usuarios, no por empresarios dementes como Bezos y Zuckerberg. En los últimos años han surgido modelos alternativos de gobernanza popular, cooperativas digitales, procomunes de datos, etcétera. Internet se ha convertido en un archipiélago de plataformas y aplicaciones gestionadas democráticamente por sus usuarios. Necesitamos federarlas en infraestructuras más grandes, propiedad de los usuarios. ¿Y si la campaña #WeAreTwitter que intentó comprar la plataforma en 2017 hubiera tenido éxito? ¿Podríamos tener un «Twitter del pueblo» en lugar de la versión distópica del servicio de Elon Musk?